A la memoria rural

1 . 2 . 3 . 5 . . . . ir a ciudades invisibles

Un libro sobre los valles entrañables, en particular aquellos que están olvidados, puede aflorar un día en inundación, cubriéndonos de lágrimas.

Ellas y los tonos de su denuncia, siempre parecen apurados por un epos, antes que transportados suave como un lirio.

No obstante, en el atardecer de los trabajos del hombre, llegan preciadas las miradas doradas de los hombres lirios; que sosteniendo con trabajo poético concreto las esperanzas y los sueños, dan así lugar a la percepción demorada del espíritu junto a nos.

Hace ya un tiempo, el 28/10/00, el necesario para advertir su tierno y profundo carácter premonitorio, el diario La Nación publicaba un hermosísimo diálogo entre Analía Testa y el entrañable Santiago Kovadloff. 

 

Titulaba así:
“La muerte inexorable de los pueblos”; la necesidad de una redención social y política.

Cualquiera que atraviese la soledad del mapa rural y se torne permeable desde el silencio, descubrirá que allí la tradición se anquilosa, se torna imagen oxidada del pasado.

Las telarañas que cubren la campana de la estación ferroviaria o la humedad que trepa las paredes de un almacén de ramos generales son símbolos de un tiempo que se extingue.

¿Sólo la metáfora conservará la vitalidad de los pueblos del interior?

La inquietud enciende al escritor Santiago Kovadloff, que ensaya respuestas de consistencia lírica.

“Hay otro rescate posible. La redención social y política. La metáfora le da a ese pasado un destino simbólico. La transformación política le da un porvenir. Creo que ambas cosas son indispensables".

-¿Qué piensa Ud. que pasará?

-Estamos en un momento tan crítico que sólo vislumbro la claridad de nuestro pasado.

Tengo la impresión de que nos falta una conciencia más profunda del valor del tiempo como instrumento del cambio.

-En el “Libro del desasosiego”, Fernando Pessoa cita a Caeiro, quien observa "que más grande que la ciudad es la aldea, porque desde allí se puede ver el mundo".

¿Qué le sugiere?

-Hay en la aldea una dimensión de sentidos muy rica. Somos aldeanos del universo. De algún modo habitamos una dimensión de lo indescifrable, que convierte a la tierra, si supiéramos verla, en una aldea.

Sólo la vanidad o la enajenación en que vivimos pueden impulsarnos a creer que estamos en el centro de algo.

Una aldea difiere de una ciudad, pero no sólo en términos de desventajas, también en términos de intimidad.

La intimidad de una aldea es infinitamente mayor; no sólo en aquel sentido en que Guillermo Martinez lo decía en su libro, “Pueblo chico, infierno grande”, sino también en aquel otro sentido en el que la vivencia del tiempo, en un lugar donde los rostros son familiares y los hábitos previsibles, arrastra a sucumbir en la monotonía del día tras día , o permite alcanzar una interioridad altísima.

Caserio vasco delvicense

-¿Por qué dejamos olvidados a esos pueblos, si es allí donde espacio y tiempo abisman?. Hector Tizón cuenta en “Tierra de frontera” que "el alma se nos escapa".

-Tal vez por eso mismo. Me parece que las ciudades ayudan a olvidar nuestra pertenencia a la naturaleza.

En cambio, en los pueblos, la frontera entre lo natural y lo urbano es muy tenue. En verdad se entrelazan de una manera que vuelve inseparable una cosa de la otra.

En esos pequeños pueblos todavía es posible advertir que el hombre es capaz de dialogar con lo que no es él mismo. Hay allí una íntima belleza y un sentido de la religiosidad muy alto. Perderlo es un crimen, no un signo de progreso.


Kovadloff reconoce que hemos establecido “una relación prostibularia con la  naturaleza; por eso se rebela”.

Como contrapartida de la contaminación, nos enferma y “exige la consideración de un semejante”.

-¿Entonces, ¿qué sentido tiene hoy el progreso?

-El progreso que no reconcilia al hombre con su pertenencia al tiempo, al hombre con su pertenencia al enigma, al hombre con su íntima imponderabilidad de habitar el universo, no es progreso, es fuga.

El hombre busca en el progreso, enajenadamente entendido, un amparo con respecto a los enigmas que lo acosan.

Tengo la impresión de que nos hemos empobrecido al limitar el progreso a la noción de eficacia en el dominio del mundo que nos rodea y en la comprensión de nosotros mismos como objeto de dominio.

En consecuencia, reencontrar la naturaleza es, de alguna manera, reencontrar el centro de nuestro dilema fundamental:

qué hacemos con lo que no somos nosotros y cómo hacemos para descubrir que somos también, lo que no somos nosotros.

-¿Qué pasa con nuestra identidad cultural? ¿Se disgrega en lugar de acercarse a la unidad?

Estamos viviendo un momento de transición muy profunda, de la subjetividad entendida como pura racionalidad a una subjetividad que empieza a advertir que la verdadera razón es parental y vincular, abierta a la dimensión que yo llamaría “el espíritu de comunión”.


Hasta tanto esa razón alcance mayor protagonismo vamos a atravesar un largo viaje; una gira por el desierto para aprender que hemos venido a esta vida a convivir con todo lo que no somos y parte de lo que desconocemos.

-¿Qué busca cuando va a la pulpería cercana a La Rica?

-En esos pueblos, en ciertos rincones de la ciudad de Azul, o en Laboulaye, donde viví en una época, sobreviven vestigios de un silencio, de una placidez en la que no hay nada de paradisíaco pero sí de profundamente equilibrado.

Quizás ese equilibrio es lo que busco. En esos sitios, la sombra y los sonidos, tienen el poder de una invitación hospitalaria a la intimidad, a sentirse quizá, parte de algo que nos trasciende.

-¿Qué observa en los personajes que por allí pasan?

-En general, son hombres y mujeres marginados. No me refiero a los propietarios del campo, sino a los que han quedado recluídos en una ciudad que ya no es; en un pueblo que ya no tiene la vitalidad de otra hora; son sobrevivientes.

Pero lo que uno ve en ellos es que los efectos de las transformaciones sociales, que son tan notorios en la ciudad, a ellos no los han tocado. Están inscriptos en un repertorio de gestos limitados. Se les nota en el semblante que nada esperan. No parecen alentar ninguna esperanza de porvenir.

Hay algo que en ellos, como argentinos, parecería haberse consumado.

-Después de recorrer esos lugares, ¿cómo vive la despedida, cómo atraviesa “la frontera”?

-Trato de neutralizar la sensación de intrusión recordando que yo fuí, a mi manera, un chico de campo.

Esta gente me llena de respeto. Me gusta lo poco que hablan. Son callados, como dice Tizón. Las palabras caen como gotas de una canilla cerrada. Paff...paff... estallan allí. Son palabras que acompañan al silencio, no vienen a contradecirlo o a quebrarlo, se deslizan. Ellos tienen poco que decir, no son locuaces y yo aprendo a no serlo con ellos.

-Nosotros los condenamos a un “destino de frontera” o ellos mismos se abandonan a esa suerte?

-El problema es estructural, la Argentina no ha sabido integrarse, está mucho más cerca del conglomerado que de la idea de nación.

No hemos sabido darle a la vida del interior la vitalidad indispensable para que no se transforme en un polo de disolución de la identidad.

No tuvimos sentido de integración regional, lo que hubiera garantizado la subsistencia de la mayor parte de esas ciudades que estaban llamadas a darle a la distribución poblacional un carácter no patológico.

Esos pueblos atestiguan, no el fracaso de ellos mismos, sino el fracaso de la idea de nación.

-¿Las historias desaparecerán con los viejos o se perderán en la memoria de los que quedan?

-Es un riesgo. La reversión de esta situación exigiría una redefinición del proyecto de país: devolverle al campo el papel cultural que debe tener en la identidad nacional.

Esto no implica potenciar el papel del folklore, sino comprender en qué sentido puede contribuir a nuestra identidad la comprensión de las relaciones entre el hombre y la tierra.

-Desde el interior asumen nuestra indiferencia con naturalidad, como si la asimetría de valores fuera distancia lógica.

-El que decide quedarse donde el porvenir no parece posible, si no es melancólico, se queda porque hay algo de la vida que late ahí para él.


Nadie se queda abrazado a la muerte, sino a algo amado.

 

Me parece que hay una denuncia en el hombre que se queda, sobre todo en esta época en la cual las fronteras parecen ser tan irrelevantes.

Homenaje a Estela Livingston

Pero el hombre es esencialmente de un sitio, es de la tierra; quizás algún día la tierra esté llamada a correr el mismo destino que el de los pueblos fantasmas.

Los amores escenográficos se tejen en la infancia. Uno pertenece a un barrio, a una cuadra, a ciertas imágenes a las que ama toda la vida y aunque cambie de sitio sigue estando allí de algún modo.

También habría que preguntarse si los hombres que están allí conservan fidelidades de las que nosotros ya no somos capaces.

Analía Testa y Santiago Kovadloff

Odell no parece inmaterial

¡Tanta materia prima en tan poco lugar, que mil relecturas no alcanzarían agotar!

Mil por mil gracias a ambos.

Francisco Javier de Amorrortu

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